Navegación
Exploración europea



Inicios navegación exploratoria europea:
La navegación en el Mediterráneo El navío que surcó el Mediterráneo entre los siglos XIII y XV podía ser clasificado en dos grandes grupos: la galera y el velero. La galera tenía movilidad, rapidez, manejabilidad y estilización de línea, pero un inconveniente grande: escasa capacidad de carga. El velero, por su parte, era poco manejable, lento, grande y amazacotado, pero muy apto para el transporte. La galera derivaba de las antiguas griegas y romanas, alcanzando su perfección durante los siglos XIV y XV. Su punto débil era el motor, pues se servía de los remos como medio de propulsión. Era una obra maestra de estilización y ligereza. Embarcación muy larga, estrecha y baja, cumplía perfectamente ante el suave oleaje del Mediterráneo. Las particularidades del comercio y movimiento por este mar, con su navegación de cabotaje, es decir, a vista siempre de costa, y con vientos variables, escalas continuas y frecuentes maniobras justificaban el éxito de la galera y el papel primordial del remo.

El velero o navío redondo estaba movido por el viento, sin apenas libertad de maniobra, expuesto al ataque de los piratas, macizo y con una lentitud extrema. En torno al siglo XIII se le incorporó lo que puede calificarse como gran innovación: el timón de codaste, que para unos llegó de China, conocido mil años antes, y para otros del Báltico. El velero podía así ser gobernado. En el Mediterráneo penetró ya durante el siglo XIV. Otros aspectos que se debía modificar y perfeccionar eran los mástiles y la vela. Los mástiles, andando el tiempo, pasaron de uno a tres o cuatro; y las velas triangulares que se fueron incorporando se empleaban fundamentalmente para las maniobras.

Navegación comercial:
Los productos que desde Italia llegaban al norte de Europa utilizaban principalmente la ruta terrestre hasta comienzos del siglo XIV, en que Castilla, tras dominar el estrecho de Gibraltar y eliminar el control musulmán, lo abrió a la navegación y comercio de las flotas mediterráneas. El mar tenía sobre la tierra la gran ventaja de evitar intermediarios y aduanas que encarecían los productos. Lentamente, pero de forma inexorable, el Mediterráneo basculaba hacia el Atlántico.

Génova fue la primera, y a remolque suyo fueron venecianos y catalanoaragoneses. Era la antesala de los grandes descubrimientos oceánicos. Las primeras tentativas europeas por llegar a Oriente a través del Océano fracasaron por demasiado prematuras. Datan de finales del siglo XIII. Las protagonizaron genoveses y catalanes a partir de 1291, cuando la expansión musulmana amenazaba con obstruir el comercio oriental del Mediterráneo. En ese año Génova organizó, con dos de sus buenos marinos, los hermanos Ugolino y Vadino Vivaldi, una expedición de dos galeras cuyo propósito era llegar a la India costeando África, pero fracasó. Los catalanes, en 1346, tuvieron un sueño parecido. Jaume Ferrer traspasó, al parecer, el cabo Bojador y, al poco, la sombra se cierne sobre este viaje.

Desarrollo de la Cartografía:
Debido al auge de la navegación y del comercio se fue desarrollando la cartografía, de ahí que las grandes potencias comerciales fueran a la vez las de mayor desarrollo cartográfico. El portulano (carta náutica de navegación medieval) nació antes del año 1300 y fue empleado por todos los navegantes del Mediterráneo y más tarde del Atlántico hasta el siglo XVI. Su representación cartográfica no tenía en cuenta las graduaciones de longitud y latitud; tenía dibujada una extensa tela de araña constituida por vientos o rumbos de colores. Solía llevar pintada también la rosa de los vientos, con diecisiete o treinta y dos clases. El norte se marcaba con una flor de lis. Reflejaba con sumo detalle la configuración de las costas y no faltaban adornos, como banderas, reyes o animales. A principios del siglo XIV, la Europa mediterránea conocía ya la teoría, aun cuando precisaba experimentar y perfeccionar algo su técnica. Lo que retrasó todavía cien años la apertura del Atlántico fue la escasa necesidad de tener que encontrar una vía alternativa para llegar a Oriente. La caída de Constantinopla en 1453 y la amenaza otomana pusieron al descubierto esa urgencia. El océano, Portugal y Castilla Antes de que el océano Atlántico abriera sus puertas, era cosa sabida, desde el punto de vista académico, que la tierra era esférica. Tal creencia no admitía discusión ni entre expertos, ni entre simples aficionados a la geografía, cosmografía o astronomía. Sin embargo, conocer la configuración del globo terráqueo, su distribución de tierras y mares, además de las dimensiones de océanos y continentes, estaba precisando la experiencia de los grandes descubridores españoles y portugueses. Más allá de los pequeños espacios costeros, el océano se hacía impenetrable y desconocido para el hombre medieval. Leyendas y supersticiones lo habían poblado de animales fantásticos, agresivos y tenaces que defendían aquel mar tenebroso. Los reinos ibéricos de Portugal y Castilla serían los encargados de desvelar los misterios del Atlántico durante el siglo XV. La vocación marinera de Portugal nació cuando las rutas comerciales entre el Mediterráneo y el mar del Norte convirtieron a este reino en escala de las flotas, y a Lisboa en un punto de encuentro. Cerrado su proceso de reconquista de territorios a los musulmanes, todos ansiaban nuevas tierras, principalmente tropicales, y nuevos mercados, como el ventajoso del norte de África. La nobleza también compartía este espíritu de expansión. Búsqueda de esclavos, oro sudanés y trigo del Magreb fueron preocupaciones comunes a reyes, caballeros y burguesía. También contaba el afán religioso de lucha contra el islam y la posibilidad de ascenso social por méritos de espada. Castilla, desde el siglo XIII, vivió otro momento decisivo. Con la conquista del valle del Guadalquivir y el dominio del golfo de Cádiz, el mar cobró protagonismo. En Cádiz, Sevilla y en los puertos costeros hasta la desembocadura del Tinto y el Odiel, se afincó una nutrida colonia genovesa, dedicada al comercio y vinculada a sus naturales. La misma nobleza, fuerte y rica, participó en actividades marítimas sin considerarlas deshonrosas. Los reyes castellanos hicieron pronto suya la inquietud por el mar: protegieron la construcción naval, apoyaron la creación de atarazanas y astilleros y concedieron fueros y privilegios a las ciudades del litoral. De esta manera, fue creciendo el potencial naval castellano y su utilidad, tanto en la paz como en la guerra.

Navegación de altura:
En contraste con la navegación de cabotaje propia del Mediterráneo, en que un marinero almorzaba en un puerto y cenaba en otro, navegando siempre cerca de tierra, los viajes de altura eran lo contrario: muchos días, a veces hasta meses, sin pisar tierra, y comiendo la mejor de las veces bajo un balanceo monótono. Esta fue la manera frecuente de navegar por el Atlántico y en la que portugueses y castellanos serían maestros. Por ello, los grandes viajes descubridores partieron de sus puertos. Para adentrarse en el océano y practicar una navegación de altura con ciertas garantías, fue muy conveniente poder disponer, en primer lugar, de una embarcación resistente al oleaje, fuerte y bravo, del Atlántico, ya que ni servían las galeras movidas a remo, de bajo bordo y excesiva tripulación, ni tampoco los veleros redondos, lentos y poco manejables; la solución ideal sería la carabela. En segundo lugar, se hizo necesario estudiar y conocer las condiciones físicas del mar, los vientos y corrientes que reinaban en cada lugar para aprovecharlos al máximo y marcar las rutas más favorables. Por último, resultó imprescindible manejar todo tipo de instrumentos que ayudasen a orientarse en medio del ancho mar, localizar con la máxima precisión las tierras que se iban descubriendo y asegurar el regreso a los puertos de origen.

La Carabela:
La carabela nació, y no por azar, en la península Ibérica, punto de confluencia de la técnica del Norte: barco redondo, pesado, robusto y de gran porte; y la del Mediterráneo, donde predominaba el navío ligero, largo y maniobrero (la galera). Es posible que sus creadores fueran los portugueses. Carabelas semejantes a las que surcarían las rutas de América empezaron a navegar hacia 1440, una vez descubierto el cabo Bojador y la corriente de las islas Canarias. La primera innovación que presenta es que se trataba de un velero largo, de ahí su velocidad y manejabilidad. Tenía una proporción entre eslora (longitud de la nave sobre la principal cubierta) y manga (anchura mayor de un barco) de 3,3 a 3,8. Su casco era muy resistente y apto para la violencia del océano Atlántico. Una segunda característica se refiere al velamen. Lo desarrolló mucho: aumentó los mástiles y empleaba indistintamente la vela cuadrada y triangular o latina, con lo que ganó fuerza motriz y capacidad de maniobra. Desde que se inventó la carabela, las únicas innovaciones hechas durante casi trescientos años se refieren sólo al perfeccionamiento del velamen. Fue lo más rápido que surcó las grandes rutas y únicamente quedó desplazada por la llegada del vapor. La capacidad de carga variaba bastante. Las más utilizadas durante los siglos XV y XVI oscilaban entre 60 y 100 toneladas. Entre 15 y 30 tripulantes eran suficientes para gobernar el barco, y algunos más si iban en misión de descubierta.

Vientos y corrientes del Atlántico:
Para cualquier navegante portugués o español que surcara el océano Atlántico en una embarcación impulsada por el viento, conocer las zonas propicias o contrarias del mar, era garantía de éxito. En el Atlántico, lo mismo que en los demás grandes océanos, vientos y corrientes desarrollan un movimiento giratorio constante a modo de gigantescos torbellinos, quedando en el centro de los mismos una zona de calmas, inestabilidades y vientos variables nada propicios a la navegación. Desde el ecuador al paralelo 60 de latitud N (casi hasta Islandia) la situación, en síntesis, es ésta: los vientos que soplan del Oeste llegan a la península Ibérica y toman dirección sur, bordeando África; a la altura de las Canarias se dirigen hacia el Oeste (alisios); llegan a las costas americanas; penetran en el golfo de México, y de ahí toman dirección Norte (costa de América del Norte) para marchar poco después hacia el Este y llegar a Europa, iniciándose de nuevo el mismo proceso. Con las corrientes sucede algo parecido: desde Cabo Verde, siguiendo los alisios, caminan hacia el oeste; bordean la costa de América del Sur; llegan a las Antillas y penetran en el golfo de México; desde ahí salen por Florida y las Bahamas, tomando dirección Este (corriente del Golfo), para llegar a las Azores y Portugal; una parte se desplazará hacia el norte de Europa, y otra hacia el sur de Portugal, siguiendo la costa africana y adoptando el nombre de corriente de las Canarias. En el centro de este gigantesco remolino, cuyos bordes se extienden desde Azores y Canarias hasta las Antillas, se encuentra una zona de calmas y vientos variables muy difícil para la navegación. La mayor parte de esa elipse es lo que forma el mar de los Sargazos, inmenso prado de algas con una extensión semejante a la que ocupa Europa. Estas plantas no miden más allá de medio metro de altura y, por lo general, no son un obstáculo para embarcaciones medianas. Pueden resultar peligrosos algunos parajes en que se acumulan en exceso y frenan, especialmente, a pequeños navíos. Quizá en esto se asienta la leyenda medieval de monstruos con tentáculos atrapando embarcaciones y engulléndolas.

Orientación en alta mar:
Cualquier navegante responsable que se alejara de la costa y se adentrara en mares desconocidos debía saber siempre, aunque sólo fuera aproximadamente, dónde se encontraba y cuál era su situación. Durante la segunda mitad del siglo XV, la navegación de altura, basada en la orientación de un navío según la posición de los astros, todavía resultaba muy difícil debido a la escasa preparación matemática de los navegantes, y también por la dificultad de emplear en los navíos ciertos aparatos que requerían quietud absoluta para ser exactos. Por ello, se puede decir que la mayor precisión llegaba tras observaciones desde tierra y por hombres teóricos y científicamente preparados. Lo frecuente y normal en esta época era navegar 'a la estima', es decir, anotar el rumbo y fijar su posición en unas cartas de marear o mapas marítimos dibujados sobre pergamino. Estas cartas reflejaban con bastante precisión los accidentes geográficos y partiendo de ellas un navegante marcaba la ruta estimada a seguir. Utilizando la brújula y sobre todo el cuadrante, debía encontrar la latitud adecuada y mantenerse en ella. Cuando recorría costas nuevas, tomaba la latitud en tierra y la reflejaba en el mapa para que en lo sucesivo otros pudieran estimar su ruta con exactitud. Un buen piloto, mezcla de experiencia y sentido de la orientación, era capaz de estimar su rumbo con una precisión sorprendente. No solía equivocarse más de un cinco por ciento en travesías largas, salvo que sufriera alguna tormenta y se despistara. Y llegaba a calcular a ojo la velocidad de un navío con sólo mirar las burbujas de la estela, las algas flotando inmóviles, o la costa que divisaba a lo lejos. Todo piloto que se lanzara a expediciones mar adentro, solía ocuparse de que no faltaran en su barco algunos instrumentos como la brújula marina, consistente en una aguja magnética depositada en una pequeña caja que flotaba sobre el agua y volvía siempre su punta hacia el norte. También solía utilizar el cuadrante común, para obtener la latitud. Menos frecuente era el uso del astrolabio y la ballestilla, también para la latitud. Tablas y almanaques, la sonda y la ampolleta o reloj de arena tampoco faltaban. Con esto y un sentido especial de la orientación, estos hombres surcaron los mares con bastante seguridad y éxito.

Enrique el Navegante:
Los descubrimientos del Atlántico A principios del siglo XV, don Enrique el Navegante, hijo tercero del rey don Juan I de Portugal y gran maestre de la Orden de Cristo, una mezcla de místico y aventurero, hizo del océano su feudo y proyectó llegar a la India (Asia) siguiendo la ruta africana, es decir, circunvalando África, que se suponía abierta al sur. Dicen que para más tarde quedaría la exploración del océano Atlántico por el Oeste (la ruta que siguió Colón). Lo imaginó como una empresa exclusivamente lusitana y no regateó ni esfuerzos ni dinero para conseguirlo. La conquista de Ceuta, en 1415, significaba participar en la ruta económica del estrecho de Gibraltar y en el comercio de oro y esclavos del norte de África, además de ser el comienzo de la gran aventura oceánica.

Primera etapa: Las islas:
Para dirigir más de cerca este gran sueño, don Enrique el Navegante abandonó Lisboa en 1438 y montó su cuartel general en el promontorio de Sagres, junto al cabo de San Vicente, donde fundó un gran centro de investigación náutica, único en su tiempo. Allí reunió a sabios de distintos lugares, los cuales, complementados de forma práctica con los navegantes de los puertos cercanos, hicieron progresar la ciencia de navegar. Los archipiélagos de Canarias, Madeira y Azores, conocidos desde la antigüedad y redescubiertos a mediados del siglo XIV (1341-1342) fueron conquistados y colonizados definitivamente entre 1420 y 1450. El infante don Enrique pretendió el control exclusivo sobre estos archipiélagos. No tuvo ningún problema con Madeira y Azores, mas no así con Canarias, pretendidas y defendidas por Castilla. La rivalidad entre Portugal y Castilla por el archipiélago canario originó la intervención papal, en forma de arbitraje, con las bulas Romanus Pontifex (1455), del papa Nicolás V, y un año después la Inter Caetera, del papa Calixto III. Estos documentos, precedente claro de las Bulas Alejandrinas recibidas por los Reyes Católicos españoles tras el descubrimiento de América, concedían a Castilla las Canarias, a cambio de reservarse Portugal la exclusiva sobre la costa africana desde el cabo Bojador hasta el sur. Para los navegantes portugueses y andaluces del golfo de Cádiz, tener que frecuentar esta zona de vientos variables, tempestades frecuentes y aguas revueltas, iba a resultar la mejor escuela de aprendizaje para la navegación de altura y escala para futuras expediciones. En lo comercial, estas islas, sobre todo Madeira, fueron grandes productores de caña de azúcar.

Segunda etapa: Guinea:
Se conocía por Guinea toda la zona situada al sur del cabo Bojador o cabo del Miedo. Más allá de ese promontorio escarpado y difícil y puerta del mar Tenebroso se multiplicaban las leyendas y las supersticiones del océano. En 1434, Gil Eanes salvó esa barrera y comprobó que la ida era fácil y rápida aprovechando la corriente de las Canarias que corre hacia el sur lamiendo la costa. Sin embargo, la 'volta', o el regreso, sólo era factible penetrando en el océano y, desde ahí, en navegación de altura, dibujando un gran arco hasta llegar a Portugal. Gil Eanes acababa, no sólo de salvar ese obstáculo natural, sino también de enseñar la ruta que debían seguir las expediciones futuras. En 1441 los portugueses llegaban a cabo Blanco y aparecían las primeras carabelas; dos años después, levantaban una factoría comercial en Arguim, y en 1444 recorrieron la desembocadura del río Senegal o río del Oro. Guinea, tal como la entendían los portugueses, empezaba aquí. A la factoría de Arguim llegaba el oro en polvo del Sudán, mientras en la costa del Senegal empezaron a capturarse los primeros esclavos negros. Poco después, se descubrió Cabo Verde (1445), río Gambia (1446) y probablemente, hacia 1460, Pedro de Sintra recorrió la actual costa de Sierra Leona. Tras la muerte de Enrique el Navegante en 1460, se abría un periodo de dudas, hasta que la corona portuguesa convirtió las expediciones atlánticas en empresas de Estado. La Casa da Guiné, es decir, todo lo relativo al comercio y navegación africanos, fue trasladada de Lagos, puerto cercano a Sagres, a Lisboa. Durante los años que siguen, se recorrieron las islas de Cabo Verde (1461-1462), la costa de la Malagueta y la denominada Costa de Marfil (1470), la región de Costa de Oro (1472), para adentrarse en la gran curva del golfo de Guinea y penetrar hasta unos 4º en el hemisferio sur. Durante estos años, los navegantes entraron en contacto con las calmas ecuatoriales (el pot au noir de los franceses o el doldrums de los ingleses), verdadera amenaza para un velero.

Tercera etapa: El sur de África:
En 1474 el entonces príncipe y más tarde rey Juan II de Portugal quedó encargado de los asuntos del mar. Tras hacer suyas las ideas de su tío Enrique, impulsó los descubrimientos bajo un estricto monopolio estatal. Construyó en 1482 la fortaleza de San Jorge de la Mina, en plena Costa de Oro, hacia donde fue desviado casi todo el comercio de la región. El oro en polvo del Sudán, que antes terminaba en las ciudades costeras del Mediterráneo, ahora tomó rumbo al Atlántico, por lo que las rutas del Sahara sufrieron un golpe de muerte. Lo mismo cabría decir de los esclavos negros y de algunas especias baratas. Todas estas riquezas costearían las navegaciones portuguesas. En la primavera de 1482, Diogo Cao dirigía una primera expedición (1482-1484) que alcanzó los 13º de latitud S mientras que la segunda (1485-1486), tras reconocer la desembocadura del Congo, llegaba a los 21º de latitud S. Para el éxito total en África, sólo faltaba que Bartolomeu Dias descubriera en 1487 el cabo de las Tormentas, así bautizado por Dias en recuerdo de la tormenta sufrida al sobrepasar el extremo sur de África. El nombre no gustó al rey Juan II, quien acuñó el de cabo de Buena Esperanza, más político y atractivo para las muchas embarcaciones que en lo sucesivo habrían de cruzarlo camino de la India. Dicho éxito fue muy celebrado en Lisboa, especialmente por todos aquellos que habían defendido siempre que para llegar a la India la ruta mejor y más fácil pasaba por costear África. Atravesar el océano siguiendo la ruta del poniente estaba reservado a un navegante como Cristóbal Colón, que por esas fechas trataba de convencer a los Reyes Católicos de que su plan era factible. Muchos puertos andaluces y portugueses, después de la larga experiencia oceánica, estaban preparados, no es exagerado decir que los mejor preparados de toda Europa, para hacer la travesía atlántica más gloriosa y trascendental de la historia: el descubrimiento de América, también conocido como el encuentro de dos mundos.
Autor: | Extraído de: www.multired.com/ambiente/dimarmar


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