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Renan - Religión - Israel



Precedentes del cristianismo:
Renan:
El acontecimiento más importante de la historia del mundo es aquella revolución por la cual los más nobles grupos de la Humanidad pasaron de ese estado religioso llamado de manera vaga paganismo, a una religión fundada en el monoteísmo, la trinidad, la Encarnación del Hijo de Dios. Esta conversión necesitó más de mil años para convertirse en una realidad. La misma nueva religión tardó por lo menos trescientos años en hacerse. Pero el origen de la revolución que aquí nos interesa tuvo lugar durante los reinados de Augusto y Tiberio. Fue entonces cuando vivió un personaje extraordinario quien, por su audaz iniciativa y el amor que supo inspirar, lo creó todo y puso los cimientos de la fe de la Humanidad. El hombre, en cuanto ser distinto del animal, es religioso, es decir, vive en la Naturaleza algo por encima de la realidad y de la muerte misma. Sentimiento que, de la manera más extraña, y durante milenios, se extravierte y varía. En muchas razas no sobrepasa el límite de la creencia en hechiceros de la manera más vulgar, tal como aún lo encontramos en ciertas regiones de Oceanía. En algunos pueblos el sentimiento religioso desemboca en vergonzosas escenas de carnicería, tal el carácter de la antigua religión mejicana. En otros países, especialmente en Africa, no superan el estado de fetichismo, o sea, la adoración de un objeto material al que se atribuyen poderes sobrenaturales. Como el instinto del amor, que eleva, por momentos, al hombre más vulgar categóricamente por encima de sí mismo, se cambia veces en perversión y crueldad, lo mismo pudo esta divina facultad de la religión parecer durante tiempo un cáncer que había que extirpar de la especie humana, una causa primera de errores y crímenes que los más sabios debían procurar eliminar.

Las brillantes civilizaciones que, desde tiempos muy antiguos, se desarrollaron en China, Babilonia y Egipto permitieron hacer relativos progresos a la religión. China llegó pronto a una especie de mediocre sentido común que le salvó de los grandes extravíos. No conoció ni las ventajas ni los abusos del genio religioso. Desde luego no influyó en este aspecto en las grandes corrientes de la Humanidad. Las religiones de Babilonia y Siria no lograron jamás desembarazarse de un extraño fondo de sensualidad, quedando, hasta su extinción en el siglo IV y el V de nuestra era, como escuelas de inmoralidad de las que, a veces, gracias a una especie de intuición poética, se desprendían luminarias sobre el mundo divino. Egipto, pese a su cierto aparente fetichismo, pudo muy bien tener dogmas metafísicos y un elevado simbolismo. Pero, desde luego, tales interpretaciones de una teología refinada no dejaban de ser toscas. Siempre, el hombre, dueño de una idea clara, a gustado de revestirla con símbolos: es lo más corriente que tras largas reflexiones, y por la imposibilidad de nuestro espíritu de resignarse a lo absurdo, se busque un ideario en las más viejas imágenes místicas cuyo sentido se ha perdido. Por lo demás, no es de Egipto de donde vino la fe de la Humanidad. Los elementos que, en la religión cristiana, provienen tras mil transformaciones, de Egipto y Siria, son formas externas sin apenas consecuencias, o escorias tales que todos los cultos conservan siempre. El mayor defecto de las religiones de las que aquí hablamos es su carácter supersticioso; lo que ellas dejaron como recuerdo al mundo fueron millones de amuletos y abraxas. Ningún gran pensador humanista podría salir de estas razas, sojuzgadas por un despotismo secular y acostumbradas a instituciones que casi prohibían el ejercicio de la libertad de cultos.

La lírica espiritualista, la fe, la libertad, la honestidad, la abnegación, aparecieron en el mundo con las dos grandes razas que, en cierto sentido, han hecho a la Humanidad, esto es, la raza indoeuropea y la semítica. Las primeras intuiciones religiosas de la raza indoeuropea fueron esencialmente naturalistas. Pero un naturalismo profundo y moral, un amoroso abrazo a la Naturaleza por el Hombre, una delicada poesía, plena de sentimiento de la infinitud, el principio, en resumidas cuentas, de lo que el genio germánico y céltico es, de la que un Shakespeare y un Goethe harían posible después. No era reflejo ni de la moral ni de la religión, sino de la melancolía, la ternura y la imaginación; algo por encima de lo meramente formalista, o sea, la condición esencial de toda moral y toda religión. Sin embargo, la fe de la Humanidad no podía provenir de aquí, ya que estos viejos cultos apenas sí podían trabajosamente desembarazarse del politeísmo y no conducían a un simbolismo lo bastante claro. Si el brahmanismo ha llegado hasta nuestros días se debe al asombroso privilegio de perduración que la India parece poseer. El budismo ha fracasado en todos sus intentos de progresar hacia Occidente. El druidismo quedó como una forma exclusivamente nacional y sin alcance universal. Las tentativas griegas de reforma, el orfismo, los misterios, no bastaron a los espíritus suficiente alimento. Sólo Persia llegó a crear una religión dogmática, casi monoteísta y sabiamente organizada; pero es más que posible que tal religión sólo fuera un préstamo o una imitación. En todo caso, Persia tampoco catequizó al mundo; por el contrario, ella sí que se convirtió en cuanto vino a asomar por sus fronteras la bandera de la unidad divina que proclamaba el Islam.

Es a la raza semítica a quien corresponde la gloria de haber creado la religión de la Humanidad. Desde los más lejanos confines de la Historia, bajo su tienda incorrupta en un mundo caótico y ya corrupto, el patriarca beduino es el embrión que hará posible después la fe mundial. Una decidida antipatía contra los voluptuosos cultos de Siria, la simplicidad ritual, la ausencia total de lugares de culto, el ídolo reducido a los insignificantes theraphim, esta es su superioridad. De entre todas las tribus nómadas semitas la de Beni-Israel estaba marcada por un grandioso destino. Las antiguas relaciones con Egipto -de lo que resultaron mímesis de difícil valoración- no hicieron más que aumentar la repulsión hacia la idolatría. Una "ley" o Thora, antiquísimamente grabada sobre pétreas tablas, y que hacían remontar hasta su gran liberador, Moisés, era ya el código del monoteísmo y encerraba, comparándolo con las instituciones de Egipto y Caldea, potentes gérmenes de moralidad e igualdad social. Un arca portátil rematada por una esfinge con andas era todo el material religioso que poseían; en ella se encerraban todos los objetos sagrados de la nación, sus reliquias y recuerdos, en resumen, el "libro" diario siempre abierto de la tribu, pero en el cual se escribía con poca frecuencia. La familia encargada de llevar las andas y velar por los archivos portátiles era la más allegada al libro y la que pronto gozó de más importancia. Sin embargo, no provino de ella la institución que decidiría el futuro. El sacerdote hebreo no se diferencia gran cosa de los demás sacerdotes de la antigüedad; el carácter que, esencialmente, distingue Israel de los demás pueblos teocráticos es que, en él, el sacerdocio ha estado siempre subordinado a la inspiración individual. A más de sus sacerdotes, cada tribu nómada tenía su nabi o profeta, especie de oráculo viviente a quien se consultaban los problemas enrevesados cuya solución presuponía un alto grado de clarividencia. Los nabis de Israel, organizados en grupos o escuelas, gozaron de evidente superioridad. Defensores del viejo espíritu democrático, enemigos de los ricos, opuestos a cualquier organización política que pudiera inmiscuir a Israel en el camino de otras naciones, ellos fueron los verdaderos instrumentos de la primacía religiosa del pueblo judío. En cierto momento contribuyeron a la creencia en unas ilimitadas esperanzas y cuando, víctima en parte de sus impolíticos consejos, el pueblo fue destrozado por la potencia asiria, proclamaron que un reino sin fronteras le estaba reservado a Judá, que Jerusalén un día la capital del mundo entero y que el género humano se haría judío. Jerusalén, con su templo, les pareció como una ciudad construida en la cumbre de una montaña a la que debían acudir los todos los pueblos, como un oráculo que revelara la ley universal, como el centro de un reino ideal en el cual el género humano -pacificado por Israel- encontraría las delicias del Edén. Desconocidos acentos se dejan ya oír para exaltar el martirio y celebrar el poder del "hombre de dolor". A propósito de algunos de estos sublimes pacientes que, como Jeremías, teñían con su sangre las calles de Jerusalén, un inspirado creó un cántico sobre los sufrimientos y el triunfo del "servidor de Dios" en el cual parece concentrada toda la fuerza poética del genio de Israel.

    "Se erguía como un endeble arbusto, como un vástago que crece en el árido suelo; no tenía ni gracia ni belleza. Abrumado de oprobios, dejado de los hombres, todos le volvían la cara; cubierto de ignominia, era como la nada. Es aquel que se hiciera cargo de nuestros sufrimientos y tomó sobre sí nuestros dolores. Le habéis tenido por un hombre herido de Dios, tocado de su mano. Son nuestros pecados los que le han cubierto de heridas, nuestras iniquidades las que le han machacado; el castigo que nos ha valido el perdón ha caído sobre él y sus heridas han sido nuestra curación. Eramos como un rebaño errante, cada cual andaba descarriado, y Jehová ha descargado sobre él la iniquidad de todos. Deshecho, humillado, no ha abierto la boca, se ha dejado llevar como un cordero a la inmolación; como un silencioso carnero a quien han trasquilado y que no ha abierto la boca. Su tumba pasa por la de un malvado, su mujer por la de un impío. Pero, puesto que ofreció su vida, verá nacer una posteridad armoniosa y los intereses de Jehová prosperarán en su mano."

Al mismo tiempo, se operaron profundas modificaciones en la Thora. se crean nuevos textos, tal el Deuteronomio -que pretende representar la verdadera ley de Moisés-, que inauguran realmente un decidido espíritu bastante distinto del de los viejos nómadas. El rasgo dominante de este espíritu será el fanatismo. Creyentes iracundos provocan continuamente violencias contra quienes se desvían del culto a Jehová; un código de sangre, que dicta pena de muerte para los delitos de tipo religioso, logra imponerse. La piedad ocasiona casi siempre singulares oposiciones de vehemencia y dulzura. Tal celo, desconocido en la vulgar simplicidad del tiempo de los Jueces, inspira tonos de emotiva predicación y de tierna unción que el mundo no había conocido hasta entonces. Se deja sentir una decidida tendencia hacia las cuestiones sociales; utopías y sueños de sociedad perfecta tienen su lugar correspondiente en el código. Amasijo de moral patriarcal y de ardiente devoción, de primitivas intuiciones y de refinamientos piadosos del tipo de los que embargan el ánimo de un Ezequías, Josías o Jeremías, el Pentateuco se fija así en la forma en que hoy podemos verlo y llega a ser por los siglos de los siglos la regla absoluta del espíritu nacional. Una vez creado este gran libro, la historia del pueblo judío se desarrolla con una fuerza irresistible. Los grandes imperios que se suceden en Asia Occidental, hundiendo en él cualquier esperanza en un reino de este mundo, le arrojan en el sueño religioso con una especie de pasion sombría. Poco preocupado con la dinastía nacional o la independencia política, acepta cualquier gobierno que le deje practicar libremente su culto y seguir sus costumbres. De ahora en adelante Israel no seguirá otro camino que el marcado por sus fanáticos religiosos, no tendrá otros enemigos que los que lo sean de la unidad divina y otra patria que su Ley. Ley, hay que remacharlo, social y moral sobre todo. Obra de un grupo de hombres penetrados de un alto ideal en esta vida y que estaban convencidos de haber encontrado los medios adecuados para hacerla realidad. Es convencimiento de todos que la Thora, adecuadamente observada, es suficiente para lograr la más completa felicidad. Esta Thora no tiene nada en común con las "Leyes" griegas o romanas, las cuales apenas si se ocupan de más que de un derecho abstracto y casi ni rozan el dominio de la moralidad privada y la felicidad. De antemano se intuye que las consecuencias dimanadas de la ley judía serán de orden social más que político, que la obra en la que trabaja esta comunidad es el reino de Dios, no una república civil, una institución universal, no una nación o patria. Pese a los numerosos desfallecimientos, Israel sostendrá admirablemente esta vocación. Un conjunto de piadosos hombres, Esdrás, Nehemías, Onías, los Macabeos, consumidos en su celo por la Ley, se sucederán en defensa de las antiguas instituciones. La idea de que Israel es un pueblo de santos, una tribu escogida por Dios y religada a él mediante contrato, va tomando raíz de manera más y más inquebrantable. Una espera fantástica anida en todas las almas. Toda la antigüedad indoeuropea colocaba el paraíso en los orígenes; todos sus poetas habían llorado una edad de oro desaparecida. Israel cifraba tal edad de oro en el porvenir. La eterna poesía de los espíritus religiosos, los Psalmos, exultan este pietismo exaltado con su divina y melancólica armonía. Israel llega a ser, ciertamente y por excelencia, el pueblo de Dios, mientras que a su alrededor, las religiones paganas se reducen más y más en Persia y Babilonia a un charlatanismo oficial, a una grosera idolatría en Egipto y Siria, a una farsa en el mundo grecolatino. Lo que los mártires cristianos hicieron en los primeros siglos de nuestra era, lo que las víctimas de la ortodoxia persecutoria han hecho en el seno mismo del Cristianismo hasta nuestros días, lo hicieron los judíos durante los dos siglos que precedieron a la era cristiana. Fue una protesta continua contra la superstición y el materialismo religioso. Un fecundo movimiento de ideas que obtuvo los resultados más contrapuestos y que fue a remolque de ellos, haciendo, en esta época y de este pueblo, lo más sorprendente y original del mundo. Su dispersión por todo el litoral del Mediterráneo y el uso del griego como lengua en su labor proselitista fuera de Palestina prepararon el camino a una propaganda de la cual las viejas sociedades -estancadas en pequeñas nacionalidades- no habían ofrecido jamás ejemplo parecido. Hasta la época de los Macabeos, el judaísmo, pese a su insistente anunciar que un día sería la religión del género humano, tenía el mismo carácter que los demás cultos de la antigüedad: propio de una familia o tribu. El israelita pensaba que su culto era, de largo, el mejor y hablaba con desprecio de los dioses extranjeros. Pero creía, igualmente, que la religión del Dios verdadero se había hecho sólo para él. Se pasaba de ser miembro del culto a Jehová en cuanto se entraba a formar parte de la familia judía; eso era todo. Ningún israelita soñó jamás en convertir un extranjero al culto que era patrimonio de los hijos de Abraham. El desarrollo del espíritu pietista, después de Esdrás y Neheías, llevó a una concepción mucho más firme y lógica. El judaísmo llegó a ser la única religión verdadera de una manera absoluta, concediéndose a quien oportunamente lo pidiera el derecho a formar parte de ella; pronto fue obra de piedad hacer labor proselitista. Indudablemente, aún no existía el sentimiento generoso que elevó a Juan Bautista, Jesús y san Pablo por encima de las mezquinas ideas de raza; por una curiosa contradicción, estos conversos (prosélitos) estaban mal considerados y eran tratados con desprecio. Pese a todo se fundó la idea de una religión única, el ideario de que hay en el mundo algo superior a la patria, la sangre, las leyes, el ideal que hará posible los apóstoles y los mártires. Una cierta piedad para con los paganos, sea cual sea su posición material en el mundo, llega a ser pronto normativa en el sentimiento del judío. Por una serie de leyendas destinadas a proveer de modelos de inquebrantable firmeza -Daniel y sus compañeros, la madre de los Macabeos y sus siete hijos, narración del hipódromo de Alejandría- los dirigentes del pueblo buscaron ante todo inocular esta idea: que la virtud consiste en un apego fanático a determinadas instituciones religiosas.

Las persecuciones de Antíoco Epifano convirtieron esta idea en una pasión, casi un frenesí. Algo semejante a lo que bajo Nerón ocurrirá doscientos o trescientos años más tarde. La rabia y la desesperación lanzaron a los creyentes a un mundo de sueño y visiones. Apareció el primer apocalipsis, el Libro de Daniel. Fue como un renacimiento del profetismo, pero en distinta forma a como lo era antes y con una visión más amplia de los destinos del mundo. En cierto modo, el Libro de Daniel da a las esperanzas mesiánicas su última expresión. El Mesías no fue entonces un rey tipo David o Salomón, un Ciro teócrata y mosaíta; fue el "hijo del hombre" surgido del cielo, un ser sobrenatural revestido de humana apariencia y encargado de juzgar al mundo y de presidir su edad dorada. Quizás el Sosiosch persa, el profeta esperado, que prepara el reino de Ormuzd, presente algunas concomitancias con este ideario. El anónimo autor del Libro de Daniel tuvo, desde luego influencia decisiva en el hecho religioso que iba a transformar el mundo. Creó la mise en scène y la terminología "técnica" del nuevo mesianismo, pudiéndosele aplicar aquello que Jesús dijo de Juan Bautista: "Hasta él, los profetas; a partir de él, el reino de Dios." Pocos años después, las mismas ideas aparecen en nombre del patriarca Henoch. El esenismo, que parece haber estado en estrecho contacto con la escuela apocalíptica, nació por entonces y ofreció como un primer esbozo de la gran disciplina que pronto se constituiría para educación del género humano. Sin embargo, no hay que creer que este movimiento, tan profundamente religioso y apasionado, tuviera por móvil dogmas particulares, como después ha tenido lugar en todas las luchas que han estallado en el seno del Cristianismo. El judío de esta época era lo menos teólogo posible. No especulaba sobre la esencia de la Divinidad; las creencias sobre los ángeles, sobre el fin del hombre, sobre las hipóstasis divina, cuyo primer germen se deja entrever, eran creencias libres, meditaciones que cada cual hacía según su disposición de ánimo, pero de quienes muchísima gente ni siquiera había oído hablar. Incluso los más ortodoxos que quedaban al margen de la más mínima sospecha personalista se atenían a la pura simplicidad del mosaísmo. Ningún poder dogmático análogo al que el Cristianismo ortodoxo ha conferido a la Iglesia esxistía por entonces.

Es a partir del siglo III, cuando el Cristianismo ha caído en manos de razas racionalistas, pletóricas de dialéctica y metafísica, cuando comienza la fiebre de definiciones que ha hecho de la historia de la Iglesia la historia de una inmensa controversia. También se discutía entre los judíos; las escuelas más apasionadas aportaban a casi todas las cuestiones que se debatían las soluciones más contradictorias; pero en tales disputas, de las que el Talmud nos ha conservado su rasgos más importantes, no hay ni una sola palabra de teología especulativa. Observar y mantener la Ley, puesto que es justa y observada a conciencia da la felicidad, he ahí todo el judaísmo. Ningún credo ni símbolo teórico. Un discípulo de la más audaz filosofía árabe, Moisés Maimónides, ha llegado a ser el verdadero oráculo de la sinagoga, ya que era un diestro canonista. Los reinos de los últimos Amoneos y el de Herodes vieron crecer aún más la exaltación, viéndose agobiados por una ininterrumpida serie de presiones religiosas. A medida que el poder se secularizaba y pasaba a manos incrédulas, el pueblo judío vivía cada vez menos apegado a las cosas terrenas y se dejaba absorber más y más por la extraña operación que se desarrollaba en su interior. El mundo, abstraído en otras cuestiones, no tuvo apenas conocimiento de lo que ocurría en este olvidado rincón de Oriente. Más avisados se mostraron, sin embargo, los espíritus inquietos por la problemática de su tiempo. El tierno y clarividente Virgilio parece corresponderse, como por un eco secreto, con el segundo Isaías; el nacimiento de un niño le abstrae en sueños de palingenesia universal. Sueños por lo demás corrientes que formaban como una especie de literatura encubierta con el nombre de las sibilas. La reciente formación del Imperio exaltó las imaginaciones; la próspera era de paz en que se entraba, y esta impresión de melancólica sensibilidad que experimentan las almas después de largos períodos revolucionarios, hacían nacer por doquier las esperanzas más ilimitadas. En Judea, la espera había alcanzado el paroxismo. Personajes santos, entre los cuales cita la leyenda un tal viejo Simeón -del cual se dice que tuvo a Jesús en sus brazos- y Ana, hija de Fanual y considerada profetisa, se pasaban los día yendo al templo, ayunando, rogando para que no se pluguiese a Dios llevárselos de este mundo sin haber visto con sus ojos el cumplimiento de las esperanzas de Israel. Se intuye que se está incubando algo grandioso, que algo sin parangón va a ocurrir. Tan extraña mescolanza de certezas y sueños, la alternativa de decepciones y esperanzas, las aspiraciones desbaratadas día tras día por la odiosa realidad, encontrarán finalmente su intérprete en ese incomparable personaje al cual la conciencia universal ha otorgado el título de Hijo de Dios con toda justicia, pues hizo dar a la religión un paso que nadie pudo, ni podrá comparársele. (Ernest Renan)

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