HISTORIA
PORTUGAL
Los portugueses



Los portugueses. Por Leocadio Machado:
Mis ancestros son portugueses, como los de muchos de los isleños cuyos apellidos delatan su procedencia y que aparecen ya, en plena colonización, a la hora de hacerse realidad los primeros repartimentos de las tierras de la isla por el Adelantado Fernández de Lugo. En esa época comienzan a legar familias oriundas de Portugal y sus territorios de Azores y de Madeira. De esa primera hornada fueron Ximón González, Fernando Baes, Francisquianes, Afonso Yanes, Hernando de Castro, Juan Afonso, Gonzalo Estévanes y muchos más que vinieron a ejercer honradamente sus profesiones. Hubo guanteros, vaqueros, sastres, viticultores, hortelanos, sacadores de agua, maestros de azúcar en los ingenios donde se transformaba la caña dulce, olleros, o carniceros; los verdaderos artífices de una nueva vida en la isla recién estrenada. En esa primera etapa, dos antepasados míos, Bastián y Pero Machado, junto con numerosos habitantes de la Villa de San Cristóbal, fueron seleccionados por el Cabildo, en un "repartimiento de vesinos para alimpiar la laguna", lo que ocasionó que en dicho lugar las aguas volvieran a mostrarse claras y brillantes como en un principio. Aquello ocurrió en el año 1514, cuando ya Bastián y Pero Machado, hermanos de origen portugués, figuraban en el censo de la Villa, concretamente Bastián Machado que ya aparece en las primeras datas de Tenerife allá por el año 1500. Ha transcurrido más de medio milenio, sin embargo la voz de la sangre me delata y siempre que puedo entro en Portugal a recorrer sus rutas, pues una fuerza superior me atrae y me lleva a esos paisajes donde me siento feliz, como si hubiera llegado a la intimidad de mi propio hogar.

Guimaraes y La Laguna:
El último viaje que hice a tierras lusitanas fue el verano pasado, y tuvo por destino la ciudad de Guimaraes. Allí me recibieron las campanas, porque alrededor de su entorno hay tantas campanas como en La Laguna, y sus repiques me recuerdan los diálogos de las campanas de la Catedral y de la Concepción. Guimaraes es una ciudad donde se conjuga el verde de la arboleda y los jardines, con las piedras de sus monumentos, y presume de ser heredera del señorío de Portugal, con las mismas razones históricas que esgrime la ciudad de los Adelantados, a la hora de proclamar el honor de haber sido el espíritu y la capitalidad de nuestra isla. Pasear las calles tranquilas de Guimaraes es como pasear las calles de Aguere, cruzándose con hidalgos que todavía conservan la costumbre de bajar de la acera para cederles el paso a las mujeres. Cuando, a la caída de la tarde, las devotas portuguesas acuden a la antigua Iglesia de Nuestra Señora de Oliveira, la jornada laboral concluye y se atrancan las puertas de los nostálgicos establecimientos de quincallería, la industria tradicional de esa localidad, que junto con los hilados, los tejidos de algodón y la fabricación de cuchillos, pone en movimiento su pequeño mundo artesanal. A veces, un profundo y penetrante aroma a potaje de coles nos recuerda las cocinas humildes de nuestra isla. Se trata de lo que ellos denominan sopa verde; un simple y delicioso guiso, a base de hojas de col, pacientemente picadas, papas y buen aceite de oliva de la región. Porque Guimaraes está ubicado en el norte de Portugal, en el distrito de Braga, donde la lluvia y la huerta protagonizan la relación agrícola de aquella zona del país hermano con las tierras fronterizas de Galicia y, mucho más lejos, tras las columnas de Hércules, con nuestra isla donde tantas huellas dejó a su paso por los siglos posteriores a la conquista. La historia de Guimaraes giró entorno al castillo de los duques de Braganza, igual que la vida intelectual de La Laguna, por esa misma época, lo hizo alrededor del Palacio de Nava, sobre todo en el siglo XVIII cuando, en sus salones, florecieron las tertulias de la mano de aquel inolvidable marqués de Villanueva del Prado, y a las que acudió con frecuencia don José Viera y Clavijo, el famoso historiador realejero. Y además, si en la vida social de La Laguna se brindaba con la más exquisita malvasía, en Guimaraes dicho brindis se efectuó siempre con el afrutado y delicioso vino verde, el tesoro vinícola de aquella región de Portugal. En Guimaraes, los domingos acuden a las misas mañaneras los campesinos de su entorno, y su presencia me hacía evocar a nuestros magos de los alrededores de la vega lagunera, que aparecían con sus ropas de fiesta y los sombreros de fieltro encasquetados en la cabeza, igual que los labradores lusitanos. Y si los nuestros adornaban los chalecos con leontinas de oro, ganadas a pulso en los cañaverales del Caribe, los viejos de Guimaraes, colonos retornados, exhibían sus sortijas de oro y sus relojes de bolsillo traídos de Goa o de Mozambique, y que venían a ser como sus trofeos de guerra, ganados en las batallas contra el sudor y las lágrimas en aquellos lejanos lugares.

En nuestra historia isleña, la presencia de Portugal ha sido constante y decisiva; en ella se acomodaron los Tejera, los Torres, los Arocha, los Coello, los Pinto o los Tabares. Con esos pioneros vinieron algunas cepas-madre que contribuyeron a crear la imagen de nuestros grandes vinos, como ocurrió con la Negra Moll, cuyo origen lusitano lo demuestran sus características ampelográficas y el toque único que confiere al vino en cuya elaboración interviene, y que recuerda a los de la región del Dac, en el corazón del noroeste de Portugal. Y de regalo gastronómico nos trajeron el ñame que pronto se afincó en las tierras altas y húmedas de Tenerife, y tantas y tantas cosas más que enriquecieron el acervo insular. Me honro, pues, de mis orígenes y de pertenecer a la zaga de esos hombres que vinieron a formar parte del censo humano que, a lo largo del tiempo, contribuyó a dar vida a eso tan rotundo que se llama canariedad y de la cual nos enorgullecemos.
Leocadio Machado colabora en el Diario de Avisos

A Portugal. Elogio de los portugueses. Por Nicolás Estévanez:
El señor García Ruíz, ministro de la Gobernación, quiso deportarme a Filipinas, tal vez en justo castigo de no haber hecho nada. Lo supe entonces por diferentes conductos; lo que no supe hasta quince años después, y por casualidad, fue la causa de que no lo hiciera: se opuso resueltamente el general Pavía. El médico sagastino y homeópata don Zoilo Pérez, muy amigo mío, insistió mucho en aconsejarme, con aire misterioso, que me ausentara de España. Y me trasladé a Lisboa con toda la familia. El mismo día que llegué a Lisboa se anunciaba en carteles una ópera, que había de cantarse aquella noche, con este título: Roberto de todos los diablos. Al leerlo dije para mí: Aquí tenemos los 400 pies de caballo. En efecto, la fantasía lusitana se revela en todo; tienen los portugueses frases hiperbólicas de las que usan y abusan. Y no lo digo precisamente por el título que dan a la obra de Meyerbeer, pues nadie les impedía titularla Roberto de 50.000 demonios. Pero, después de todo, no van descaminados cuando aplican a los españoles todos los cuentos, los mismos que en España les aplicamos a ellos; no hacen más que volverlos al revés. Para los portugueses era castellano el que, metido en un pozo, perdonaba la vida al que de allí lo sacara. Según mis observaciones, los portugueses no son más exagerados que los españoles en general y los andaluces en particular. Pero en los andaluces no tiene nada de extraño que lo exageren todo, según me dijo un inglés. Este contaba que en Cádiz y Sevilla creyó de veras que todo el mundo se había vuelto loco viendo la frescura con que unos hablaban de «dos horas» por decir cuatro minutos, y otros, a quienes preguntó en la calle de las Sierpes si estaba cerca el barrio de Triana, le contestaron: «Más lejos que Lima...» «Como de aquí al Polo Norte...» «Si va usted a pie no llega en doscientos años...» Todo esto hizo reflexionar al inglés, y al fin cayó en la cuenta de que los andaluces carecen del sentido de las proporciones porque en su cielo no hay nubes. Sus comparaciones desmedidas son naturales en aquellas gentes, que nacen, viven y mueren bajo un firmamento azul, todo azul, siempre igual, visiblemente infinito. Así se lo explicaba el inglés.

Tengo buenos recuerdos de los portugueses y de Portugal; hallé entre aquéllos muchos y buenos amigos; en éste un país pintoresco y agradable. Si en Lisboa no eran muchos los republicanos, en cambio todos ellos eran federales e iberistas. Al decir todos, es claro que me refiero a los que yo conocí. Precisamente por miedo a la tacha de iberistas no eran más numerosos los republicanos. Entre los militares había más partidarios de la unión ibérica, relativamente, que en la burguesía, y más también de lo que yo imaginaba. El caballeroso comandante Braga me aseguraba que el pueblo no sentía ninguna aversión a España; pero que algunos escritores y políticos le hablaban con frecuencia de las hogueras inquisitoriales, único recuerdo que dejaron los Felipes de la casa de Austria en los sesenta años de su dominación. (Nicolás Estévanez, [1838-1914])

Literatura: Eça de Queiroz (1846-1900): La ilustre casa de Ramires:
Es una novela que simboliza el Portugal heroico e indolente representado en la poderosa evocación de un personaje de leyenda, Gonzalo Mendes Ramires. El protagonista, último vástago de una noble familia, vive del recuerdo de un pasado glorioso que se entretiene en evocar a través de su pluma. Al no tener preocupación económica de ninguna clase se dedica a escribir una novela histórica de hondas rememoraciones. El aburrimiento le invade y decide emprender una serie de actividades heterogéneas que no conducen a nada. En el fondo pesa sobre él un pasado superior a sus fuerzas y se deja llevar por la abulia de su propia circunstancia. Paralelamente a la presentación de Gonzalo, aparece su hermana, amante del gobernador de la región y que había sido sañudamente atacado y vituperado por él a través de muy diversos artículos periodísticos. Pero la condición humana es mudable y sabe adaptarse al medio ambiente. Ahora necesita la colaboración del gobernador para aspirar a un puesto de diputado y olvida todas las querellas, así como también las relaciones ilegales de su hermana, y colabora estrechamente con él. Gonzalo aparece como un ser vencido, muy alejado de su "ilustre casa". Un buen día, un bravucón de su pueblo le ataca en el honor y siente renacer en su alma el temple de su linaje. Rompe con toda clase de componendas, se enfrenta con él y logra vencerle. El cacique del lugar ha caído ante la inesperada resistencia de un hombre a quien se consideraba vencido de antemano, por lo que sus paisanos vuelven a sentirse orgullosos de la casa de los Ramires. Renace el Portugal conquistador y heroico que dormía en el alma de Gonzalo. El mayorazgo reflexiona y observa el mundo que le rodea; por todas partes ve odios, envidias, chismes, rencores, violencia y pasión; sus lugareños no merecen el acto heroico que ha realizado. Siente un profundo desprecio de sí mismo, de los suyos y de la vanidad de un mundo que alardea del honor y de la honra que no posee. Siente un imperioso deseo de empezar una nueva vida llena de empresas y que le justifique, al menos, ante su conciencia. Madurado su plan, marcha a Africa, a las colonias de su país, dispuesto a trabajar duramente si es necesario. Se dedica a la agricultura, lucha contra los medios adversos, pero se siente feliz. El contacto con la naturaleza le abre inmensas posibilidades que yacían soterradas en su alma y que no había podido desarrollar en el ambiente mezquino de su casa solariega y señorial. El último de los Ramires ha reencontrado el origen de su grandeza.
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