HISTORIA
Concilio de Trento




Concilio de Trento (1545-1563):
Decimonoveno concilio ecuménico de la Iglesia católica. Convocado con la intención de responder a la Reforma protestante, supuso una reorientación general de la Iglesia y definió con precisión sus dogmas esenciales. Los decretos del Concilio, confirmados por el papa Pío IV el 26 de enero de 1564, fijaron los modelos de fe y las prácticas de la Iglesia hasta mediados del siglo XX.

Necesidad de reformas:
Todo el mundo consideraba necesario, a finales del siglo XV y principios del XVI, la convocatoria de un concilio que reformara la disciplina de la Iglesia. Los papas renacentistas gastaban grandes sumas en lujos, vendían puestos eclesiásticos, elegían para cargos a menores de edad, y ejercían el nepotismo. Los obispos residían lejos de sus diócesis y acumulaban cargos. La formación de los sacerdotes estaba muy descuidada. En 1518 Lutero subrayó la necesidad de celebrar un concilio que afrontara las polémicas surgidas. En la Dieta de Worms (1521) acusó al papa de ejercer la tiranía. El Concilio de Letrán (1512-1517) se había quedado muy corto en limitar los excesos y concluyó sus deliberaciones antes de que se plantearan las nuevas cuestiones suscitadas por Lutero. Carlos V, con sus territorios alemanes en un proceso de profunda división, presionó para su convocatoria todo lo que pudo. Llegó a considerar deponer por la fuerza a Clemente VII. Se veía más necesaria que nunca la unión de los países cristianos para hacer frente a la amenaza turca. Pablo III fue elegido papa (1534) debido, en parte, a su promesa de convocar un concilio. Asumió sinceramente el compromiso de unir a los católicos y lograr una reconciliación con los protestantes.

Obstáculos:
El principal lo constituyó Clemente VII, guiado básicamente por intereses personales, que siempre dio largas al asunto. Temía que una reunión de este tipo pudiera favorecer la teoría que afirmaba que la autoridad suprema de la Iglesia recaía en los concilios y no en el pontífice. Las dificultades políticas que el luteranismo planteó a Carlos V hicieron que otros gobernantes se mostraran reacios a apoyar cualquier acción que pudiera fortalecer el poder del emperador. Enrique VIII cambió de estrategia en función de sus intereses respecto a la anulación de su matrimonio. Francisco I llegó a impedir la asistencia de los obispos franceses y a decretar que no se consideraría afectado por sus resoluciones. A partir de la creación de la Liga de Esmalcalda (1535) los príncipes alemanes cambian de estrategia y dejan de reclamar un concilio.

Primera fase (1545-1547):
Tras los fallidos intentos para que éste tuviera lugar en Mantua (1537) y en Vicenza (1538), el Concilio inauguró sus sesiones en Trento el 13 de diciembre de 1545. Con escasa participación al principio, y nunca libre de obstáculos políticos, aumentó de forma progresiva el número de asistentes y su prestigio a lo largo de las tres fases en que se desarrolló. En muchos aspectos, esta primera fase fue la que tuvo mayor alcance. Una vez fijadas las numerosas cuestiones de procedimiento, fueron abordados los principales temas doctrinales planteados por los protestantes. Uno de los primeros decretos afirmaba que las Escrituras tenían que ser entendidas dentro de la tradición de la Iglesia, lo que representaba un rechazo implícito del principio protestante de ‘sólo Escrituras’. El largo y elaborado decreto sobre la justificación condenaba el pelagianismo, doctrina herética a la que también era contrario Lutero, aunque intentaba al mismo tiempo definir un papel para la libertad humana en el proceso de la salvación. Esta sesión también se ocupó de ciertas cuestiones disciplinarias, como la obligación de los obispos de residir en las diócesis de las que fueran titulares.

El traslado a Bolonia (1547):
El traslado del concilio a Bolonia por decisión papal crea nuevas tensiones con Carlos V, que da instrucciones a españoles y napolitanos para que permanezcan en Trento. El pretexto para trasladarlo a un territorio bajo dominio del papa fue una discutible plaga. Después de una interrupción, provocada por una profunda desavenencia política entre Pablo III y Carlos V, la segunda fase del Concilio (1551-1552), convocada por el nuevo papa Julio III, centró su atención en el tema de los sacramentos. Esta sesión, boicoteada por la legación francesa, fue continuada por algunos representantes protestantes.

Tercera fase (1561-1563):
El elector Mauricio de Sajonia, aliado de Carlos I, lanzó un ataque furtivo sobre éste. Tras derrotar a las tropas imperiales, avanzó sobre el Tirol, con lo que puso en peligro a la propia ciudad de Trento. Esta amenaza provocó una nueva interrupción en abril de 1552. Julio III murió en 1555. Tras el corto papado de Marcelo II (23 días) fue elegido Pablo IV en 1555. Llevó a cabo reformas en la Iglesia, pero no convocó la continuación del concilio. Carlos I abdicó en 1556 y dividió sus estados entre su hijo Felipe y su hermano Fernando de Austria. Pío IV fue elegido Papa en 1559 y se mostró dispuesto a la continuación del concilio. Sin embargo, Fernando I y Francisco I preferían un concilio nuevo en una ciudad diferente a Trento y, además, los protestantes se oponían frontalmente a un concilio. Tras nuevos retrasos se reabrió el 18 de enero de 1562 y ya continuó hasta su clausura el 4 de diciembre de 1563. Constituye el periodo conciliar más importante de los tres. El Emperador intentó, al igual que hizo en su momento con la Dieta de Worms, que estuvieran representadas todas las partes, incluyendo a los protestantes, para que el concilio fuese verdaderamente ecuménico. Reiteró las invitaciones a los protestantes en los tres periodos y les ofreció salvoconductos. Sin embargo, sólo tenían derecho de palabra; al haber sido excomulgados no tenían derecho a voto. Esto, unido a las frecuentes escaramuzas militares y al complicado mapa político alemán, hizo que finalmente no acudiesen delegados protestantes. En las deliberaciones de esta su última etapa se impusieron las cuestiones disciplinarias, para hacer hincapié en el problema pendiente de la residencia episcopal, considerado por todas las partes clave para la auténtica aplicación de una reforma eclesiástica. El hábil legado pontificio Giovanni Morone armonizó posturas opuestas y logró clausurar el Concilio. En 1564 Pío IV publicó la Profesión de la fe tridentina (por Tridentum, el antiguo nombre romano de Trento), resumiendo los decretos doctrinales del Concilio. Sin embargo, a pesar de su duración, el Concilio nunca se ocupó del papel del pontificado en la Iglesia, un tema planteado repetidas veces por los protestantes. Entre los muchos teólogos que participaron en sus sesiones, Reginald Pole, Diego Laínez, Melchor Cano, Domingo de Soto y Girolamo Seripando, fueron los que desarrollaron una actividad más intensa en los debates. También fue muy importante la actuación desarrollada por los miembros de la Compañía de Jesús.

Significado y trascendencia del concilio:
El Concilio de Trento definió algunos dogmas incontestables: el hombre tiene libre albedrío e inclinación natural al bien; la fe se obtiene a través de las Sagradas Escrituras y se complementa con la tradición de la Iglesia, establecida por textos de padres y doctores de la Iglesia y concilios; la misa es un sacrificio y una acción de gracias; la eucaristía supone una transubstanciación real; la Iglesia es el instrumento querido por Dios, guiada por el Espíritu Santo es santa, católica, romana y apostólica. También fueron acordados principios de procedimiento y disciplina: residencia episcopal; obediencia del obispo al papa (pero reconociéndose las excepciones de los estados con regio patronato, como España y Francia); condiciones del reclutamiento sacerdotal (edad, ciencia adquirida, independencia material, además de establecerse la creación de seminarios episcopales para la formación sacerdotal); invitación a las órdenes religiosas para observar sus reglas fundacionales. Además de la resolución de cuestiones doctrinales, teológicas y disciplinarias fundamentales para los católicos romanos, el Concilio también impartió entre sus dirigentes un sentido de cohesión y dirección que se convirtió en un elemento esencial para la revitalización de la Iglesia durante la Contrarreforma. Los historiadores actuales opinan que las decisiones conciliares fueron interpretadas y aplicadas en un sentido más estricto del que pretendieron sus participantes, y algunos creen que tuvo menos importancia en el resurgimiento del catolicismo romano que otros factores. No obstante, la designación de ‘era tridentina’ para los siglos comprendidos entre Trento y el Concilio Vaticano II, refleja la decisiva trascendencia que tuvo el Concilio en la Iglesia católica moderna.

Herencia de oscurantismo:
Lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales —como los hermanos Valdés, o Luis Vives—, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón. O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio —cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy—, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía. El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad. (Pérez-Reverte, 2014)


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