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Hoy ya sabemos, y es un argumento apenas discutido en la disciplina de los estudios urbanos, que el ciclo neoliberal que arrancó en los años 80 hasta imponerse como única forma de gestión de lo común en el mundo occidental, ha producido algunos cambios sustanciales en nuestros regímenes políticos y de bienestar, de los que los fundamentales son los que siguen: • La globalización neoliberal ha provocado un desplazamiento de la capacidad de gobierno de los Estados hacia organismos supranacionales y hacia regiones y localidades con el objetivo de insertar a estas en una lógica de competición entre territorios por la atracción de inversiones de capitales internacionales. • Los porcentajes de dinero público en el total del PIB se han mantenido o incrementado en los últimos 30 años. La característica fundamental del neoliberalismo no es que haga decrecer la presencia pública en la economía, sino que la orienta de una forma diferente: el objetivo de la administración no es redistribuir capital, sino invertirlo en la promoción del territorio para atraer más capital (esto explica los desmanes aeroportuarios, las olimpiadas o las carreras de Fórmula 1, entre otras cosas). • Desaparece o se reduce drásticamente la inversión en economía productiva (industria, sector público, etc…) para dar paso a volúmenes gigantescos de inversión en promoción, infraestructuras, seguridad y transportes, entendiendo que estas cuatro son las claves del atractivo de una ciudad o territorio para que los inversores asienten en ellos sus reales. (Eurovegas)

● Si el ciudadano ya no sabe quién está al mando es porque se ha producido una bifurcación entre poder y política. Hasta hace poco, política y poder se confundían. En una democracia, el candidato (o la candidata) que, por la vía política, conquistaba electoralmente el poder Ejecutivo, era el único que podía ejercerlo (o delegarlo) con toda legitimidad. Hoy, en la Europa neoliberal, ya no es así. El éxito electoral de un Presidente no le garantiza el ejercicio del poder real. Porque, por encima del mandatario político, se hallan (además de Berlín y Angela Merkel) dos supremos poderes no electos que aquél no controla y que le dictan su conducta: la tecnocracia europea y los mercados financieros. Estas dos instancias imponen su agenda. Los eurócratas exigen obediencia ciega a los tratados y mecanismos europeos que son, genéticamente, neoliberales. Por su parte, los mercados sancionan cualquier indisciplina que se desvíe de la ortodoxia ultraliberal. [...] Se ha producido un colapso entre las democracias (lo que la gente ha votado), y los dictados impuestos por los mercados, que engullen los derechos sociales de las personas, sus derechos fundamentales”. Estamos asistiendo a la gran batalla del Mercado contra el Estado. Hemos llegado a un punto en que el Mercado, en su ambición totalitaria, quiere controlarlo todo: la economía, la política, la cultura, la sociedad, los individuos… Y ahora, asociado a los medios de comunicación de masas que funcionan como su aparato ideológico, el Mercado desea también desmantelar el edificio de los avances sociales, eso que llamamos: “Estado de bienestar”. (Ignacio Ramonet, 2012)

● Los acérrimos capitalistas suelen aducir que el capital debería ser libre para influir sobre la política, pero que no se debería dejar que la política influyera sobre el capital. Argumentan que, cuando los gobiernos interfieren en los mercados, los intereses políticos hacen que efectúen inversiones insensatas que conducen a un crecimiento más lento. Por ejemplo, un gobierno puede imponer elevados impuestos a los industriales y usar el dinero para proporcionar espléndidas prestaciones de desempleo, que son populares entre los votantes. Según la opinión de muchos empresarios, sería mucho mejor si el gobierno les dejara conservar el dinero. Lo emplearían, según dicen, para abrir nuevas fábricas y contratar a los desempleados. Según esta concepción, la política económica más sensata es mantener a la política lejos de la economía, reducir los impuestos y la normativa gubernamental a un mínimo y dejar a las fuerzas del mercado libertad para tomar su camino. Los inversores privados, libres de consideraciones políticas, invertirán su dinero allí donde puedan obtener el máximo beneficio, y así la manera de asegurar el máximo crecimiento económico (que beneficiará a todos, industriales y obreros) es que el gobierno intervenga lo menos posible. Esta doctrina del libre mercado es en la actualidad la variante más común e influyente del credo capitalista. Los defensores más entusiastas del libre mercado critican las aventuras militares en el exterior con el mismo celo que los programas de bienestar en casa. Ofrecen a los gobiernos el mismo consejo que los maestros zen a los iniciados: no hagas nada. (Noah Harari)


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