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NAVEGACION
Stevenson 3



Relatos de aventuras: Juan José Téllez:
Llamadme Ismael. Yo también quise ser de mayor David Copperfield y emerger junto al Nautilus en alguna cala de La Isla Misteriosa. Hace mucho, cuando mi memoria ya se nubla, yo también esperaba la temible mota negra que tal vez me llevase a la isla del tesoro entre bucaneros borrachos que cantaban doce hombres en el ataúd del muerto, ooooh, la botella de ron. La primera noción de solidaridad que aprendí fue la de uno para todos y todos para uno. Yo supe ya entonces que lo que ahora conocemos como el cuarto mundo llevaba el santo y seña de Oliver Twist y que la primera utopía que mereciera tal nombre se llamaba Moby Dick y todavía la persigo a bordo del Peqod, el barco arponero de las causas perdidas. Esas y otras historias aguardaban bajo las tapas ocres de la colección Bruguera, en aquellos libros ilustrados con viñetas de cómic, a cuya grupa yo y otros muchos cabalgamos con Old Shatterhand y Winnetou, mucho antes de saber que Karl May y el Tintín de Hergé estaban a diez minutos de ser nazis o colaboracionistas del Tercer Reich. O nos embarcamos bajo las velas de Sandokan, sin darnos por enterados que Salgari no sólo no conoció nunca el Indico o el Mar de la China sino que, simplemente, jamás salió de Italia. Mucho antes de que los dibujos animados le bautizaran como Willy, yo acompañé a Phineas Fogg alrededor del mundo y comprendí de un golpe su complejidad, su belleza y la extraña dimensión de los husos horarios.

Aquí, donde me ven, yo tocaba el piano junto al capitán Nemo bajo las profundidades de la mar océana. Y Charles Dickens me dijo que podíamos vivir en el mejor de los tiempos o en el peor de los tiempos en el mismo instante.

Pero antes, mucho antes, la palabra escrita había sido un tebeo de El Capitán Trueno o de El Jabato, aquellos héroes ideados en plena España de Franco y que lograron burlar la censura a pesar de que pasaban el tiempo deponiendo a tiranos y colocando en su sitio a consejos de ancianos que era lo más parecido que su guionista, el comunista Víctor Mora, podía encontrar con la Segunda República de la que ahora conmemoramos su septuagésimo quinto aniversario. Señá Ramona y Señó Juan, dos ancianos que venían huidos de la independencia de Marruecos y que siempre se negaron a venderme petardos en su carrillo de mano, me leían las peripecias de Trueno, de Crispín y Goliat y de aquella rubísima y casta Sigrid, a menudo tan fría como los hielos de Thule. Cada episodio finalizaba con una palabra terrible. "Continuará". Y a lo peor no había dos reales para comprar el cuaderno apaisado de la semana siguiente en donde, en heroico blanco y negro, aquellos personajes medievales se anticipaban varios siglos a la llegada de Colón a América o combatían contra bravos samurais en un remoto Cypango que todavía no se llamaba Japón. Yo asistía a sus peripecias con la misma fascinación que a los cuentos populares que los viejos musitaban en torno a la mesita camilla de un brasero con cisco, durante aquellos primeros, tenebrosos años, cuando aún no existía la televisión y la radio terminaba pronto, entre himnos terribles y marchas militares, valga la redundancia. En aquellos momentos, a veces bajo larguísimos apagones, el salón de la casa era invadido por garbancitos y cenicientas, caperucitas rojas o chistes del bizco Pardal. Yo aún no sabía que, al otro lado del Estrecho y tan sólo a once millas de distancia, otros ancianos, probablemente ciegos o tullidos pero certeros rapsodas, narraban otras historias, otras leyendas, en las mil y una noches de ese tiempo infinito al que nos gusta llamar civilización. [...] (Juan José Téllez)


La sonrisa del héroe. Por Rafa Marín:
[...] Fue el héroe por antonomasia de muchos niños de aquella época y de otras épocas posteriores, y a la peripecia continuada de sus aventuras en cuadernillos apaisados que no sólo leían los chavalillos el tiempo nos ha enseñado a añadirle un subtexto que sólo hemos podido comprender ya de mayores. Porque el Capitán Trueno, además de su sonrisa y ese pelo adolescente al que más de una vez ha hecho referencia el maestro Umbral, entre soflamas al Santiago y cierra España y epítetos impensables e ininteligibles en la España analfabeta funcional de ahora, dejó marcado claramente el territorio de una visión del mundo humanista y si me apuran democrática, una burla continua a una censura que no entendía que aquel hijo de republicano muerto en el exilio y aquel maestro explotado hasta el hartazgo por la empresa editora estaban mostrando a la machadiana España que bostezaba por entonces, antes de la década de los seiscientos y la llegada de la tele, que existían ideales de libertad e igualdad y merecía la pena luchar por ellos, y que no existen fronteras ni razas cuando quieres buscar en cualquier parte la ayuda de un amigo (así se rebautizó al personaje en otros países: Amigo), que la tiranía es intrínsicamente perversa y existe el honor y el amor y el humor como parte integrante e irrenunciable de la vida. Trueno y sus dos compañeros (nunca dieron muestras de que fueran "escuderos") se pasaron la vida y nuestros sueños derrocando tiranos e instaurando en su lugar consejos de ancianos sabios, conversando en pie de igualdad con Ricardo Corazón de León o el mismo Saladino, actuando como quijotes sin mala pata y, sobre todo, apelando siempre al respeto y la razón antes que a la violencia. Siempre he querido creer que los niños que por seis reales leían aquellos tebeos fueron luego parte activa en la Transición a la democracia.

Porque aquellos tebeos no sólo enseñaban dónde estaban las islas de la Sonda o quiénes fueron los vikingos prehistóricos, sino que en el paquete venía incluida la enseñanza moral que en aquella época no se podía ver en el entorno autoritario gobernante... y que hoy, pasados cincuenta años, tampoco se encuentra por ninguna parte. A la sombra del Capitán Trueno se desarrollaron otros muchos personajes parecidos, siendo el último que recibiera sus influencias el televisivo Curro Jiménez. Ésa es la paradoja: en tiempos más oscuros que los actuales se popularizó, quizá por pura ingenuidad, un ideal de caballerosidad y de respeto. Luego nos desembarazamos de aquella conciencia que, cual Pepito Grillo, nos enseñaba que los buenos no mataban por la espalda, que no pierden el temple ni hacen uso indiscriminado de la fuerza. [...] (Rafa Marín 15/05/06)

Nostalgias. Julián del Casal:
[...]
Otras veces sólo ansío
bogar en firme navío
     a existir
en algún país remoto,
sin pensar en el ignoto
     porvenir.

Ver otro cielo, otro monte,
otra playa, otro horizonte,
     otro mar,
otros pueblos, otras gentes
de maneras diferentes
     de pensar.
[...]


Bajo la dulce lámpara. Pablo García Baena:
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.
(Pablo García Baena)

Género 'menor':
Vivimos entre alarmantes estadísticas sobre la decadencia de los libros y exhortaciones enfáticas a la lectura, destinadas casi siempre a los más jóvenes. Hay que leer para abrirse al mundo, para hacernos más humanos, para aprender lo desconocido, para aumentar nuestro espíritu crítico, para no dejarnos entontecer por la televisión, para mejor distinguirnos de los chimpancés, que tanto se nos parecen. Conozco todos los argumentos porque los he utilizado ante públicos diversos: no suelo negarme cuando me requieren para campañas de promoción de la lectura. Sin embargo, realizo tales arengas con un remusguillo en lo hondo de mala conciencia. Son demasiado sensatas, razonan en exceso la predilección fulminante que hace ya tanto encaminó mi vida: convierten en propaganda de un master lo que sé por experiencia propia que constituye un destino, excluyente, absorbente y fatal. Reconozco por tanto mi niñez y adolescencia en lo que sobre la vieja pasión por la lectura dice excelentemente Manlio Sgalambro (Del pensare breve): «No se trataba, en aquel tiempo, de leer como si eso fuera un medio para formarse, detestable uso del libro. No, era sólo un modo de existir». Exactamente. Y el cambio sufrido en nuestros días no es cuantitativo (leer más o menos libros) sino cualitativo: «Lo que fue un modo de ser es hoy sólo un comportamiento: se leen libros, eso es todo». (Fernando Savater, Diccionario filosófico)


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